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Imagínese que un día se le presenta un señor que dice llamarse doctor Mefistófele. Le ofrece, a cambio de firmar un pequeño contrato, toda la suerte que pueda desear en la vida. Y como prueba de su buena fe, antes de que se comprometa desea demostrárselo. Le inscribe en un torneo de lanzamiento de monedas donde habrá que competir contra 10 contrincantes. El doctor Mesfistófele le informa que, merced a su intercesión, usted ganará los diez encuentros. Usted, intrigado por la propuesta, acepta. Se enfrenta con el primer contrincante, y gana. La segunda vez también gana. En la tercera, la cuarta, y así hasta la novena confrontación, ya diga usted cara o cruz, la moneda lanzada por un árbitro neutral sale del lado que le da como ganador. Sólo queda la final. El último lanzamiento. Usted casi no puede creer en tanta suerte. Antes de proceder a la última jugada, el doctor Mefistófele le recuerda que, si gana, ha de firmar con un poco de su sangre un pergamino que casualmente lleva encima. Usted medita unos instrantes y, como es algo ducho en matemáticas, reflexiona sobre las posibilidades de acertar en un concurso de "cara" o "cruz"
diez veces seguidas. Y se dice:
"Ganar la primera vez no era difícil, la probabilidad de que saliera lo que yo dijera era del 50%. Ganar dos veces seguidas era más complicado, pues la probabilidad era 50% x 50%, o, lo que es lo mismo, 0,5 · 0,5 = 0,25, una probabilidad entre 4. Siguiendo este razonamiento, resulta que la probabilidad de acertar 10 veces seguidas lo que va a salir en un lanzamiento de monedas es de 0,00097656%, o, lo que es lo mismo, una posibilidad entre 1.024"
Pasado el primer atisbo de incredulidad, le dice al doctor Mefistófele que acepta y procede con la última suerte del torneo. Y gana. La moneda obedece a sus designios. Convencido de que tan ínfima probabilidad sólo puede deberse a la intercesión sobrenatural de su patrocinador, firma el contrato que le presenta. La pequeña herida en el brazo apenas le ha dolido pensando en lo que podrá conseguir con semejante don que acaba de adquirir...
No repara, claro, en los 1.023 jugadores que ha ido dejando en la estacada, en cómo a su vez estos jugadores tenían un patrocinador con barbita parecida a la de su doctor Mefistófele y que desaparecía cada vez que su protegido perdía. Y es que los diablos saben muchas matemáticas y saben que diciéndole lo mismo a 1.024 jugadores, uno de ellos (no tendría que haber sido usted, pero siempre habría un "usted") sería el ganador. Las matemáticas no dicen quién será el ganador, pero sí que habrá un ganador. Y los diablos lo saben. Y saben que sólo se necesitan 1.024 incautos para conseguir un alma, en este caso la suya.
¡Desconfíe de la suerte, y de las probabilidades! Sobre todo, si con ellas pretende seducirle un señor bien vestido, de ademanes educados y barba de chivo.
Lamberto García del Cid, La sonrisa de Pitágoras; Matemáticas para dilectantes. 2006