Cómo iba él a haberse imaginado
un final más trágico y raro,
después de todo lo que había querido,
después de tanto que había amado.

De amor le dolía todo, desde el alma
a las pestañas, y le pesaba tanto bien
que apenas pudo subir al estrado
donde debía recordar su último ensayo.

Se engañó, se dijo que no estaba allí por ella,
pero los ojos que tenía enfrente ahogaban
sus mentiras, que eran menos fuertes que sus brazos.
¿qué hacer con los silencios guardados,
con esos labios que no sabían dar sino palabras
y las cartas que un día quemó por vergüenza?

Nada.

Pensó en la otra ella y en sus ojos de hiedra,
en su frente blanca y pulida por el llanto
de los hombres muertos en primavera,
en sus manos heladas, y en la promesa yerma:
¿acaso iba a ser ahora el silencio mayor pena?

Se aferró al valor que no le flaqueó
para dar una patada a la silla de madera,
quedando colgado del cuello en mitad de la estancia,
estancia de silencio donde nuevamente,
había decidido agotar su existencia. 



Leave a Reply