“¿Qué es lo que habrá en el baúl de los recuerdos?” fue la
cantinela usada para que el pie se deslizara entre las ropas deshechas de una
cama sin amor y se posara repetidas veces sobre el suelo más frío de un
invierno de nieves sin tregua ni estufa, buscando a ciegas las andinas
juguetonas que cada noche emigraban a un lugar nuevo del cuarto. Una vez
encontrada la primera levanté mitad de mi cuerpo, que pesaba dos, tres, cuatro
veces más que cualquier otro amanecer y frotando ridículamente el pie en su
huequecito de paño el otro hizo lo propio.
Entre descoordinados movimientos despejé mis ojos,
armándolos contra el cruel fogonazo que eclipsaría las paredes de la estancia
ahora sombría, revelador de una bombilla solitaria que vacila en el techo
aguardando mi desgracia y caminé. Caminé casi agachado por el peso de la
gravedad y de la culpa de no puedo saber qué y llegué a aquel mueble empolvado
por el incansable paso del tiempo y de mi pereza y conté hasta tres recorriendo
los pomos metálicos desde arriba, uno tras otro, hasta llegar a donde se
encontraban los recuerdos.
Tomé aire, cerré y apreté firme los ojos para después
volverlo a hacer y tener clara la mirada ante lo que una vez guardé por razones
de las que ahora sentiría lástima, miedo, rabia. Tomé bien los pomos, haciendo
fuerza previamente hacia arriba y no hacia fuera, porque a veces los recuerdos
pesan más que duelen, deshice mi andada hacia la cama agarrando aquel cajón de
madera de roble que ahora contrastaba con la equidad del asustado mueble.
Perdí el equilibrio y fui a parar donde dormía la colcha,
víctima de una batalla ficticia de mí con ella, con ella mi sueño, con ella mi
nada. Sacudí como un perro herido la cabeza, sintiendo compasión de mi torpeza
y de mis ganas, librándome del miedo que quizá debería sentir anidado en mi pecho
y antes de enmendar mi ruta hacia el olvido vi a aquello salir.
No era una sombra porque las sombras dejan ver a través de
ellas; era una tela humanoide negra, rasgada brutalmente en todos sus contornos
y que levitaba por el aire gélido de mi ya conocido invierno. Y ya conocéis el
miedo, no necesita de nada, de nadie, el miedo genera el miedo, y esa tela se
hizo el mío. La luz se atenuaba al compás de aquella metamorfosis macabra por
la que un siniestro fantasma se convertía en lo que siempre había llamado yo.
Retrocedí sin considerar sillas, mesas ni artilugios a mis
espaldas, perdiendo una de las zapatillas que tanto me había costado encontrar,
estirando al límite la distancia entre la pared y el fantasma, que mientras
permanecía asombrosamente quieto, parecía contemplar con ojos vacíos el
interior de mi alma.
“¿Qué quieres?” Molesté a mí invitado, que se encontraba a
la altura de los libros de Asimov, y que ante la recomposición de mi postura
descendió hasta la horizontal donde se acumulaba la frescura y osado aguardó
algo más por mi parte. Él conocía de primera mano mis flaquezas, los puntos de
demolición de este cuerpo pesado que a duras penas se mantenía en pie, lanzando
con cada mirada un grito desgarrador que evocaba a la muerte de la carne
apreciada, la soledad de mi niñez agarrotada por la frivolidad de las manadas y
aquel baile que nadie me concedió cuando estrené mi traje de gala. Pero yo
sabía de él también, era la primera vez que me encontraba tan cerca, pero ya
habíamos forcejeado por quien se quedaba con este cuerpo en la distancia y
quien iba al baúl que jamás, jamás debí abrir.
A pesar de la desventaja a mi plan, su presencia no dejaba
de sugerir una solución a todo el problema; era posible matarlo. Mojé los
labios y sin dejar de mirarlo incliné mi esqueleto hacia abajo, hacia los
restos de porcelana beige de la lamparita que presidía una mesa abandonada que
se interpuso en mi huida de aquella aterradora tela negra. Sin dudarlo me
abalancé con la pieza al descubierto en la mano derecha y mientras pasaban esos
infinitos instantes en el que el cerebro ha dado una orden y esta llega a su
consecuencia, vi cómo sacaba una pieza cortante de la misma mano y
simultáneamente una se clavaba en su brazo izquierdo y otra en el mío. El daño
fue el mismo para ambos combatientes, yo sangraba y cada gota repetía la caída
al otro lado de la habitación que de nuevo nos separaba. Y sin tiempo para el
respeto lancé una segunda acometida, esta vez sin arma, al sujeto paciente que
se enfrentaba sin prisa a mí entre mis cuatro paredes blancas iluminadas por
una luz vieja que las pintaba de color hueso, color muerte. Y el resultado no
fue diferente; repitió mi salvaje embestida pero más tarde, como si no le
sorprendiese en absoluto mi primitiva escena, como si no le importase lo más
mínimo su, nuestra, vida.
Quizá fue que no froté bien mis ojos al despegarme de la
cama, o que nunca los he tenido abiertos después de todo, que avancé hacia el
fantasma, repitiendo él mis pisadas, y en la mitad de tiempo previsto vi su
cara, vi mi cara, y a cada respirar palpitante mío él devolvía un aliento de
aire que ante mi incredulidad no estaba frío, sino caliente. Y di un paso más
con los ojos cerrados y llorosos, descalzo totalmente y con heridas abiertas
que dolían más que mil espadas en la garganta. Pero para entonces el odio no
era tan de color oscuro; deshice la curvatura del cuello y con espasmos veloces
desde los tobillos hasta los costados también el del cuerpo. Y ya no estaba.
¿Quién de los dos? No puedo estar seguro.