De todas las cosas que hay en este mundo, creo,
y digo creo porque afirmar es una cosa muy fea,
que la más complicada es escribir unos versos,
que nos maltratan en cada punto, en cada línea,
siendo derrotados hasta tres veces por ellos.

Cuando coges el folio blanco ya has perdido una vez.
Lo tomas, lo miras, te enfrentas a él.
Y ahora dime tú cómo demonios te meto aquí,
cómo encerrarte entre cuatro márgenes, si no se puede,
si a la primera palabra del texto,
ya está tu nombre por las paredes,
y mis dedos temblando tratando de acorralarte.

En el entremés de darle forma, una segunda derrota.
¿cómo va a saber alguien más que tú,
que por una línea que le escribes,
son cuatro las que le borras?
O aceptar que la idea que te sentó en la mesa,
y te hizo desenvainar tu mejor pluma
para lidiar con este poema,
ahora se resiste a terminar el desastre,
sin entender aún cómo después de desatarte,
tiene la cara de ser tan estrecha.

Y para qué hablar de cuando te encuentras con el punto y final.
Cuando lloras, cuando tienes que cerrar
otra herida que has abierto en tu piel para
sacar estos versos que parecen de magia
y que siempre gotean, recordándote en cada página,
que no has escrito lo que quisieras,
que tras tanta sangre, lucha y tregua,
has acabado teniendo que morderte la lengua,
y dejar entonces de escribir, cuando corazón, dedos y alma,
te piden que sigas con tanta fuerza,
quedando frustrado por tu escasa voluntad,
quedando insatisfecho con la verdad callada.

Pero justamente eso nos hace guardar algo de ganas
para volver a pelear y perder contra el verso y el drama,
pues algún día despertaremos y habremos ganado a la vida,
pero hasta entonces, más nos vale tener poesía.



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