Juan es un hombre medianamente alto. Mochila a cuestas, carpeta amplia en mano, camina bajo los olmos y los cerezos del camino que enlaza su apartamento y su facultad de bellas artes. A su paso quisiera dibujar hasta el canto de los pajarillos, cosa que no sería del todo imposible, pues de él se dice que tiene un don para pintar.


Avanza con paso firme pero tranquilo, contemplando todo paisaje a su alrededor y plasmándolo casi inmediatamente en el lienzo de su cabeza; una sombra por aquí, un tono anaranjado por allá, y horas más tarde la cotidiana escena era eternizada en la bellísima armonía de las trazas de su pincel o de sus lápices.

Los acordeones y los violines iluminan sus mañanas, es la banda sonora de su vida y la aprecia más que al papel blanco. Nunca olvida al salir algunas monedas para repartir entre los músicos que encuentra por el bulevar, siempre acompañadas de “¡No dejes de colorear el mundo con tu acordeón!”, y también entre los mendigos, según él, para que puedan un día comprarse un violín.
Una vez acabado el amistoso viaje, llegaba a su clase, siempre diez o quince minutos antes, pues había un pupitre que era más suyo que de la institución regente, al que guardaba un cariño tan especial que no consentía que nadie se adelantase. Todos tenemos nuestros caprichos. 

Durante las horas recibidas reformaba su técnica, adquiría nuevos puntos de vista y por supuesto disfrutaba, disfrutaba metiéndose en el boceto, siendo el difuminado trazo de su carboncillo que vaga sutilmente por las rugosidades de sus láminas. 

Cuando las dos en punto llegaban, Juan salía con una fuerte inspiración de su universo, momento marcado también por la vuelta de los papeles al portafolios, y esperaba a Raquel y a Víctor, dos compañeros suyos casi tan enamorados entre sí como del arte fino. Se adentraban momentáneamente en el floral pasaje de los acordeones y los violines para tomar una cerveza en el bar de la cuarta esquina,pues no había otro bar para ellos, y no avanzaban demasiados metros más tras esto hasta que se despedían rumbo a la acogedora soledad de sus hogares.

De la sucesión de días felices señalamos cierto día que Juan debía hacer escala en el apartamento de la pareja para recoger una vieja paleta que creía perdida. La ilusión que le hacía se reflejaba no solo en sus ojos, también en sus pasos, ahora inquietos, y en su sonrisa, que aunque nunca desaparecida, pocas veces mostraba tan bien sus dientes como este día. Le molestaba algo quizá el andar lento de sus amigos, que parecían más interesados en demostrar a la calle que no les avergüenza su amor que en el pobre Juan. A pesar de todo esto, lo comprendía.

Casi a mitad de camino, la voz de Víctor cortó el ambiente. “¡Hay que ver lo que se parece ese hombre a Juan!”. Raquel giró la cabeza, adecuando en paralelo su mirada con la de Víctor y corroborando inmediatamente la afirmación de su novio. Juan, que caminaba despistado, se tornó instantes después, vislumbrando los rasgos más notables de su teórica imitación, que ahora se adentraba en un portal, y sintiendo el escalofrío más horrible que jamás antes había recorrido su cuerpo.
Unas lágrimas bailaron sobre sus mejillas, al tiempo que un agudo dolor en el pecho derribaba su espíritu y le hacía buscar la proximidad del suelo. Apenas podía respirar, sin embargo, lejos de enrojecer, palideció. Raquel y Víctor contemplaban aterrados la escena.

Víctor se acercó rápidamente a Juan, aún de rodillas en la acera, y preguntó, pero ninguna respuesta parecía indicar que el joven se encontrara bien. Raquel mientras pedía ayuda a voces, y un par de hombres y una mujer ya se estaban acercando cuando Juan se incorporó otra vez, balanceando la cabeza y asegurando el equilibrio con las manos apoyadas en una mesa hecha por mimos expertos. Aseguró haberse recuperado, dijo que había sido un simple mareo, y siguieron su marcha. Toda felicidad del rostro de Juan se había desvanecido como un trazo de acuarela, siendo perfectamente consciente del porqué; aquel hombre no se parecía a él, aquel hombre era él. Pasó el resto del trayecto evitando las preguntas de sus compañeros acerca de su estado, y una vez tuvo su vieja paleta, regresó, buscando explicación a los síntomas físicos que acompañaron su golpe emocional... pero no la encontró. 

Su apartamento se alojaba en el tercer piso de un viejo bloque de cuatro, letra H, fachada beige y puerta de espejos protegida por una rejilla metálica. Todo escaleras, ningún alma cerca, ningún sonido. Ojalá en lugar de pinturas en su mochila llevara una flauta, debió pensar. Pasada la puerta que solo cedía con un cariñoso empujón, a la derecha estaba su santuario. Un gran ventanal, una vasta mesa, estanterías llenas de Cernuda, de Alberti, Bécquer, Calderón y muchos otros grandes literarios con los que gustoso habría compartido sus cervezas en el bar de la cuarta esquina. Algunos de los libros estaban por el suelo, o entre lienzos, o sobre la cama, o debajo de ella, formando parte del magnífico desorden intrínseco de todo artista que se precie. Las paredes apenas se veían; estaban cubiertas por una infinidad de paisajes y una infinidad de escenas románticas que ocultaban perfectamente que Juan no había conocido el amor más que de vista. Sin embargo, el suelo no terminaba de convencerle; Juan tenía la idea de que el suelo del estudio de un artista debía ser de cálida y acogedora madera, y no de frío y estéril mármol, mas como ya se ha comentado, paredes y suelo se encubrían tras sus aficiones.

Colocó mochila y carpeta en sus respectivos sitios (cualesquiera), y se dejó caer sobre la blanca y mullida colcha de su cama, durmiéndose casi al instante.

Un par de vueltas de la aguja larga del reloj después, Juan volvía a la carga, con unas ganas de vivir impropias de un recién despertado. Apartó con violencia las translúcidas cortinas, contempló las vistas, cargó de inspiración sus pensamientos, se dirigió al caballete y cuando tocó la punta del pincel el blanco, no sabía qué hacer. 

Era la primera vez que le pasaba, mas no desesperó. Hizo el mismo ritual que de costumbre, mirar a través del ventanal y correr la vista al marco, pero no dio resultado. Ni a la tercera, ni a la cuarta, ni a la quinta. Su respiración se aceleraba, su pulso se disparaba, y el sudor de sus manos apenas le permitía agarrar la madera. 

Decidió salir al bulevar de los olmos, los cerezos, los pajarillos y la música callejera. Ante el primero que tocaba la Mademoiselle de París, su canción favorita, quiso sacar de su bolsillo monedas pero ninguna apareció. Era un día bastante inusual, no solo para el entorno de Juan. 

Para ser las seis de la tarde, por el bulevar transitaban demasiadas personas al compás de la esencia parisina. Cesó en su cabeza la música súbitamente, entre la muchedumbre de andares lentos que venía de la nada y en ella desvanecía, creyó distinguir de nuevo la amarga silueta de su desafortunado doble, pero sin poder de nuevo, distinguir su rostro. Rompió una vez más el llanto leve, y de nuevo el dolor a la altura del esternón, la dificultad para respirar y con ella el agobio, la tensión y el mareo. Esta vez se apoyó en uno de los árboles, impidiendo con ello caer al suelo y agitar la multitud. Recuperó la seguridad de sus movimientos y corrió hacia su apartamento y hacia su lecho, donde cerró los ojos confiando en que todo era una triste pesadilla.

Sonó el inoportuno despertador de sus días tranquilos a las ocho menos cuarto de la mañana. Por suerte no recordó nada del día anterior, se duchó, bebió el café con cuyo color identificaba el amanecer en sus pinturas, tomó un puñado de monedas y emprendió ensimismado la ruta de los deleites artísticos. Cuando alcanzó el cerezo en el que la tarde anterior había dejado caer su vida, la imagen del doble regresó a su asustadiza mente, echando la vista atrás con tan mala fortuna que encontró al azote de su calma, caminando lentamente con la cabeza baja.

Juan se convirtió en pintor atleta; corrió, saltó fuentes, vallas, esquivó personas y a cada ojeada a un paisaje no frontal se convertía en el acento del dolor de su pecho y el ahogo de su garganta, pues en cada rincón, en cada acera, en cada tienda de los portales que acotaban el bulevar discernía a la copia de sí mismo.

Llegó con el suficiente tiempo a la facultad como para poder ir a la biblioteca y allí con suerte, consultar en los libros algo acerca de los dobles. La biblioteca, sitio familiar para Juan, hoy se tornaba inexpugnable, un laberinto de altos muros que atrapaban su ansia por librarse de esta maldición que le perseguía. 

Encontró numerosos libros sobre imitación, todo orientado al mundo artístico, que en otro tiempo habría valorado y respetado, pero que hoy solo le servían para perder el tiempo. Buscó en internet, en los ordenadores de préstamo, mas todo lo que vinculaba con su deseo tenía más que ver con la genética y la probabilidad que con el macabro asunto que envolvía al joven artista. 

Olvidó la prisa por guardar su pupitre, e incluso por asistir a clase. Preguntó al hombre mayor que estaba a cargo de toda la colección de páginas por libros acerca de dobles de personas, indicándole el esoterismo del asunto. 

Recapacitó el señor de barba lacia y blanca, coronado por más pelo blanco a modo de irónica victoria sobre el transcurrir de los años, y se dirigió sin decir una palabra a la habitación que custodiaba la puerta que había detrás de él. Cerró con cuidado la misma, no dejando ver prácticamente nada de su interior, y pasados veinte minutos emergió, dejando en el mostrador de madera granate un libro llamado Historias sobre la muerte súbita. La mano derecha de Juan se había posado en la polvorienta portada del libro cuando la voz grave y familiar del bibliotecario estableció que tenía prohibidísimo sacar el libro fuera de la biblioteca. 

Ignoró el paso del tiempo Juan mientras buscaba durante horas sentado en una de las mesas solitarias del fondo del edificio algo en el grueso tomo relacionado con sus miedos…
La respuesta recibía el nombre de “Dopplegänger”, un vocablo alemán que define al doble fantasmagórico de una persona. 


“<Dopplegänger siempre camina del lado de nuestro mundo, vagando por la infinidad de la tierra, perdido, buscando a su gemelo.> … <Dopplegänger augura la muerte> … <un dopplegänger visto por amigos o familiares presagia el fin de la bonanza, la llegada de la enfermedad, del dolor, de la mala suerte. Un dopplegänger visto por uno mismo hace de los presagios una realidad inminente> … <El que ve los ojos al dopplegänger, es que va a  morir>.”


Los temblores apenas dejaban a Juan pasar las páginas. Era tal el miedo que sentía que había olvidado por completo a Raquel y Víctor, se había olvidado de la comida y de la cabezada de las tres en punto. 



“<No es posible huir del dopplegänger, igual que no se puede huir de uno mismo> … <Una vez se ha cantado el fin de los días en los ojos oscuros del dopplegänger, la muerte espera con la soga en la mano al que sobra del mundo de los vivos.>"

Tragó con mucho esfuerzo la amargura de su piel y de su alma, dejó el libro sobre el mostrador y ocultando sus lágrimas, se abrió paso entre la melancolía del atardecer a toda prisa hacia su apartamento, sufriendo por cada reflejo en las ventanas de los coches, en cada fuente, en cada color metalizado, en cada escaparate, cristal, en los espejos de la puerta de su edificio. Ya en su habitación, cerró las cortinas, vació y rompió las botellas, el cristal de la mesa de la salita y los espejos de la entrada y del cuarto de baño.

Volvió al estudio y, tras apretarse la parte frontal de la cabeza con las manos como el que escucha un ruido estridente, trató de pintar recuerdos alegres. Muy a su pesar, del lienzo solo salían figuras negras, deformes y monstruosas, rostros sinuosos, criaturas de extremidades retorcidas y ojos oscuros de cuya mirada ningún alma escapaba, folio tras folio, hasta que yació dormido en el mármol.
Pasaban los días fuera del abismo insondable en el que se sumía el apartamento a tres pisos sobre el suelo. Raquel y Víctor se extrañaban cada vez más por su repentina ausencia, por no contestar las llamadas y por no dar señales de vida.

Al sexto, acudieron al pequeño agujero de su amigo. No les fue difícil entrar en el edificio, pero no así al tercero H del mismo bloque. Por más que golpeaban y gritaban su nombre, nadie abría la puerta. El ruido debió alentar a uno de sus vecinos, que sacó una copia de la llave y permitió a los muchachos entrar. Se oía una voz sorda: “Ya no puedes verme…” que se repetía incesantemente, proveniente del estudio. Caminaron con cuidado entre los cristales rotos del gran espejo del recibidor y abrieron con cautela la blanca puerta del estudio, encontrándose con el espanto de ver a Juan apoyado en la pared, rodeado de cuadros que asustarían al mismísimo demonio y despojado de su don, pues se había arrancado los ojos.



2 Comments to “Historias sobre la muerte súbita.”

  1. Anónimo says:

    Me encanta, me encanta, me encanta!! Me has puesto todo el vello de punta en serio!

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