Sonaron las campanas del torreón y las manecillas del reloj olvidaron su celeridad para embarcarse en una parsimoniosa cuenta atrás. Las miradas se levantaron hasta el cielo, donde las pesadillas se hacían realidad, pero no eran las peores. Decía el calendario que era agosto, pero nadie pudo ignorar el vehemente frío que traía por cortesía la muerte. Las manos tocaron el suelo, los rostros, las lágrimas, y desapareció todo sonido de la atmósfera. Sin embargo, esta vez fue diferente.
Tras el colosal zumbido de las palomas mensajeras del exterminio no vinieron los aterradores silbidos de las semillas calaverescas. Abrieron los ojos creyendo haber tenido la suerte de mil hombres, ojos que contemplaron por última vez la luz del día y las paredes de su casa, el refulgir del brillo de mil soles a través de sus ventanas y las lágrimas que en sus hijos brotaban.
Una parte afortunada oyó la voz que seca las gargantas, humedece los ojos y rompe los tímpanos, la voz de la muerte. Luego no vieron nada.
La otra tuvo el tiempo necesario para digerir su ventura, el suelo que antes protegía ahora asomaba los dientes y entre temblores sacudía los cimientos de la vida. Primero vino el fuego, luego el sonido, y más tarde lo que vino de la tierra retornó a la tierra en la forma de cenizas, tarde para nosotros, muy tarde para ellos; si los segundos asemejaban horas mientras la parca mostraba su guadaña, ahora días, mientras las llamas del infierno consumían sus entrañas. Y sin embargo, eran fracciones, fracciones de un instante feliz para las moscas que se frotaban las manos, orgullosas del Proyecto Manhattan. Se han convertido en la muerte, en la destructora de mundos.